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Lo humano “¿qué fragilidad… qué fragilidad?” – ¿qué plasticidad, qué artificilidad?


Abierta, como está, la “sociedad del riesgo”; y, entendido –como ha sido– que es justamente en la experiencia estética el lugar donde puede procederse –por variaciones imaginativas– no sólo a vivirlo, sino a experimentarlo, a expresarlo, a corregirlo, a reenrutarlo hasta hallar ante él la cada vez más compleja esencia de lo humano. ¿Qué pasa, pues, con los sentimientos, las emociones, el afecto, el amor, la construcción del sí mismo, la vida con los demás o intersubjetividad en el contexto de la sociedad postindustrial, postmoderna? Cierto, se ha indicado que el hombre es una invención reciente y su desaparición está por acaecer, pero de ello no se desprende que no tenga sentido: ser sujeto, tener o propiciar una práctica de sí, entender lo que hay de válido en la experiencia de sí en cuanto individuo. En su momento la etología hubo de explicar cómo aconteció y ocurre la experiencia de: el hombre al encuentro del perro. Y, ¿por qué se dio un tal encuentro? No sólo la necesidad de alertas frente al peligro, el intruso, o la soledad; con respeto a esta última se fue operando la configuración de un nexo. El hombre, el género humano, construyendo “amistad” –pues, dio en llamarlo: “el mejor amigo del hombre”– no sólo sintió su protección, su ayuda; sino también su cariño, su lealtad, su reconocimiento, su expectación. Baste con imaginarse que la “mascota” fuera un “niño pequeño”: las variaciones nos llevarían a extremos donde sería aún más complejo el sentido del ser humano.


Pero, ¿qué pasa cuando la sociedad postindustrial se ha apropiado de todo tiempo y espacio, para los afectos, las emociones, las pasiones, los compromisos del cuidado –de sí, del alter, de lo otro–? Se abre el mundo de la artificialidad; y, ¿por qué? Parece que de la esencia de lo humano son estos estados del alma. Y así no pueda ir por los parques o las aceras, trayendo alimento de los supermercados, visitando las petshop: se requiere que esta forma de realizar la experiencia humana del afecto tenga un ámbito –se diría un locus–, de ahí la importancia de la artificialidad, del artificio, del robot. Un joven de carne y hueso se halla y halla un perro de chip y plástico. Pero, ¿qué pasa si, en cambio, de mirar la dialéctica homo-robot se transmuta a robótica-homo? Esto es, cabe preguntarse, ¿qué son, qué pueden ser, los afectos, las pasiones máquinicas de la robot –con todo y la inclusión de la perspectiva de género– que espera un parejo, un quien para quien su “sí-mismo-artificial” tenga sentido? Desde 2001. Odisea del espacio se ha planteado esa cuestión; entonces era un artificio que llegó a recibir como uno de sus programas no sólo los afectos, sino también los dilemas morales; pero, ¿qué pasa si la feminidad, los sentimientos humanos femeninos, la configuración de la mismidad femenina, se puede no sólo programar, sino también configurar como un artificio –en cierto modo: autónomo, esto es, que aprende, que se reprograma a sí mismo, que cuenta “su historia”, que se proyecta al futuro, en fin, es una estructura temporal–? Y, si la variación imaginativa se lleva a otros extremos: ¿cómo llegará a comprender sus pulsiones la robot, cómo narrará sus fobias, sus miedos, sus fantasmas, cómo será su dialéctica con el espejo en el diván? En fin, ¿qué va quedando para ser maquinizado, artificializado, programado?


Ahora una nueva escena: la danza. Ésta viene milenariamente como conquista a la cultura, contiene el tránsito del deseo al amor, vibra con la música y la cadencia del cuerpo, es escenario de configuración del sí mismo y estética de la construcción intersubjetiva. ¿Qué pasa cuando ella se torna en la interacción homo-machina? Y, ¿cómo se produce, interpreta, ejecuta, transmite la música que está en la base de una tal interacción? Desde siempre la cultura ha sido producción de un artificio, pero, ¿qué queda de lo humano cuando sobre el artificio cultural sobreviene –como una segunda naturaleza– el artificio tecnológico? Ahora bien, ¿dará, literalmente, ladridos de amor el artificio? Parece que sólo el humano usara y pudiera usar el argumentum ad misericordiam. Pero, si el artificio corre tras su ama, recorre las calles en su pro, “sufre” –¿qué puede significar un sufrimiento artificial?–. Y, la ama-humana: ¿podrá reconocer la “verdad” de un tal “sufrimiento” de su mascota? Se han hallado muchas y variadas cuestiones –a veces con algunos indicios de respuesta–: en un mundo de la vida tecnologizado, ¿cómo habitarlo humanamente?; en los escenarios tecnológicos, ¿cómo incluir la subjetividad?; al vivir en entornos cibernéticos, ¿cómo incrementar la calidad de vida, como por ejemplo, cuidar virtualmente la familia, mantener (“big brother”) la seguridad de lo privado en el escenario de lo público? Y las cuestiones, con sus respectivos indicios de respuesta, no sólo se pueden ampliar describiendo el presente, sino que se irá más allá en cuanto se despliegue el tiempo. Pero, ¿qué pasa cuando se pueda hablar de una subjetividad artificial? Tal, espera, siente, llora, suplica; acaso, también mienta, engañe, seduzca, eluda, etc. Y al cabo de ella se podría decir: humana demasiado humana. Y esta cuestión no sólo ha tenido “ficciones” –en especial, ilusión fílmica–. De hecho, se cuenta con una estética computacional, un arte artificial. Se ha cuestionado: “Y cuando se mira la obra plástica que ha producido la computadora como bella: ¿dónde reside lo bello, en la obra o en el ojo que la aprecia?”.


Estas pinturas de María Isabel Vargas han tomado como base informes objetivos que se han divulgado en revistas de difusión científica. Y, ¿por qué pintarlas? En el fondo, se puede decir, se trata de destacar de su fondo lo que parece una nueva habitualidad: que haya un entorno cibernético que comienza por fabricar el café en la primera hora del día y culmina por cerrar las puertas y apagar la televisión en el último minuto en casa, no sólo no es novedad; hasta cierto punto se echó en falta la tardanza de tal dispositivo. Claro, entonces, en las exhibiciones de mascotas tan sólo se discutió sobre la perfección del simulacro. No obstante, la obra plástica de María Isabel Vargas fija como un corte sincrónico el darse de este dato en nuestro mundo vital. Y lo fija para ser contemplado, reflexionado, criticado –si fuera el caso–, reenrutado. Puesto, como queda aquí, ante la vista, en evidencia adecuada, la cuestión es: Y, ¿qué es ahora, qué puede ser en el futuro, qué puede ser indefinidamente: la esencia de lo humano? Se concita la reflexión. Y, si lo humano vibra en lo bello: ¿qué es lo bello? Esta obra plástica, en cuanto totalidad y en cuanto fragmento, pone en cuestión el presente, el futuro que se abre en el presente, el pasado que nos lega este presente. Como totalidad: vive en sí en la cuestión al expresarla; en cuanto fragmento: queda expuesta para que –como obra, al obrar– obre en la subjetividad del espectador y se obre –como apertura de mundo– una comprensión intersubjetiva sobre este mismo asunto: ¿qué es lo humano, qué nos queda de humanos, a dónde iremos?

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